No puedo pensar en lo sorprendente y lo sencillo que resulta vivir casi siempre: se vive sin querer y a pesar de no ponerle demasiado empeño al asunto la mayor parte del tiempo.
No puedo pensar en lo frustrante que será el día que descubra que ya no hay más créditos ni más monedas y ya no me queden vidas de gato ni de nada que resucite aunque sea de mentira.
Recuerdo haber pasado por todos los cuentos que pensaba pertenecían a otros personajes y disfrutar de cada una de sus victorias y también sus derrotas de cuento.
Agradezco los maquillajes en los morados que me quedan fruto de todas esas peleas imaginarias que mantuve inútilmente con cada uno de los fantasmas a cuyas sábanas me así con la desesperación de las últimas oportunidades.
Me quedo con el agua. El agua siempre limpia, refresca, calma y sirve para hacer infusionar el té.
- ¡Que le cooooorten la cabeza! - dijo la reina.
Y yo me retiré el pelo de la nuca y me puse a cuatro patas, las de morir, se entiende, que no las otras cuatro patas que son mucho más divertidas. Recuerdo el filo brillante y el sonido al ser afilado. Recuerdo, recuerdo, recuerdo... no me quiero olvidar de ninguno de los resuellos que pugnaban por ser rezos como si fuese posible que algún dios inexistente escuchara mis plegarias. Nada. La saliva de vacaciones y la boca seca en el adiós que resultó ser un "hola" tras otro, tras el conejo, acariciando un gato y besando de forma apasionada al sombrero que ni era tan viejo ni tan sombrerero pero si que estaba loco de remate, aunque fuera por mi, pero loco del todo. Desde ese día me quedo los cuerdos que no llevan cuchilla de atravesarte el alma de parte a parte para que se te caiga su contenido sobre los zapatos "merceditas".
He comprado correa nueva para el animalito ese al que tengo que alimentar cada día. Ese con nombre de silencio que te trepa las pantorrillas mordiendo y clavando las uñas como un cachorro de gato hambriento al que se le ofrece desde lo alto un boquerón frito. En la correa he grabado el nombre del destino y he puesto un clavo detrás de la puerta para ponerla ahí y no perderla, a la correa, no a la bestia, que no puedo perderla porque habita dentro de mí.
Dice el bobo del ascensor de la mañana que si pirulas que si hormonas. Como si al tiempo se le pudiera embridar. Como si yo tuviera tiempo o ganas de hacerlo.
Y ahora toca coger un tren que vaya despacio, que para prisas ya las hemos perdido todas a la ruleta trucada del casino de "estoy hasta los cojones de tanto bregar para tan poco lustre".
Pues eso: que Perséfone ha vuelto a casa.
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